Autor Rafael Duque Naranjo
El primero de septiembre de 1932, el Alférez peruano Juan de
La invasión prendió la llama patriótica en Bogotá y el senador conservador Laureano Gómez dejó de atacar al presidente de la república Enrique Olaya Herrera con su histórica sentencia: “Paz en el interior y guerra en las fronteras”. El general Vásquez Cobo, candidato conservador derrotado por Olaya, se ofreció para dirigir “la expedición punitiva” contra los peruanos y el otro candidato perdedor, el poeta de Popayán Guillermo Valencia, exclamó: “Que bella es la paz pero no vale nada sin el honor”.
En Sevilla, un pintoresco militar retirado, el Sargento Calambáz, inició por mangas, calles y por el camino a Tres Esquinas, los desfiles marciales y los simulacros de guerra con la muchachada alborozada en vacaciones decretadas con pólvora y cartuchos de fogueo. Aquellos delirantes reclutas nunca fueron a la guerra y se quedaron entonando con Calambáz, un himno creado por ellos que decía: “Colombianos la patria nos llama. A luchar por su vida y honor; es justicia lo que ella reclama. ¡Guerra a muerte al peruano invasor!”.
Mi madre Inés Naranjo, entonces maestra de escuela en Sevilla por aquel 1932, me contaba que el profesorado y la ciudadanía de todos los municipios del país entregaron sus argollas de oro para financiar la guerra con el Perú. Las alhajas fueron fundidas y convertidas en lingotes del Banco de
El general Luís Miguel Sánchez Cerro, presidente del Perú, apoyó la toma de Leticia y el 18 de febrero de 1933 en un discurso incendiario como todos los suyos, incitó a sus hordas de asaltantes para que se tomaran la legación colombiana. Ni cortos ni perezosos, aquellos vándalos destrozaron los cristales, las ventanas y los muebles, robando joyas, alfombras, platería y cuadros. El embajador Fabio Lozano y Lozano tuvo que saltar por una ventana y se refugió en un rincón del sótano donde fue rescatado a las 3 de la mañana.
Durante los años cuarenta, los sevillanos aún recordamos en nuestra infancia la imagen delgada y morena del loquito “Cascarilla” gritando: “Viva el partido Liberal y Olaya Herrera. Muera el hijueputa de Sánchez Cerro.”
El general Sánchez Cerro creía que Colombia no tenía cómo defenderse por la ausencia de vías terrestres y las distancias. Sin embargo, el equilibrio de fuerzas cambió cuando a finales de diciembre de 1932, el general Vásquez Cobo, arribó a la desembocadura del Amazonas con una flota de barcos viejos adquiridos en Europa. También apareció el piloto alemán Herbert Boy acompañado de unos pocos aviadores colombianos de la “Scadta” que adaptaron sus aviones comerciales para convertirlos en aviones de guerra.
La recuperación de Leticia se logró poco después de la muerte del general Sánchez Cerro, quien fue asesinado por un joven cocinero aprista el 30 de abril de 1933 cuando el dictador salía del Hipódromo de Lima donde acababa de pronunciar otro de sus desaforados y patrioteros discursos. El general Oscar Benavides, sucesor de Sánchez Cerro en la presidencia de la república del Perú y amigo de Alfonso López Pumarejo, jefe del partido liberal, quien viajó a Lima con sus hijos Fernando y Alfonso López Michelsen, acordó con el enviado colombiano la reparación de la casa de la legación, la entrega de Leticia y la recuperación de la vigencia del Tratado Salomón – Lozano que se encontraba firmado desde 1922 y que continua vigente.