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18 jun 2010

“El que peca y reza empata”


Autor Rafael Duque Naranjo


Las costumbres religiosas de los sevillanos de la mitad del siglo XX, la sincera devoción de la mamá, la forma espiritualmente tranquila de cerrar los ojos y comenzar la navegación imaginaria por el azul y el blanco del firmamento nos hicieron ver a Dios.


De la ceremonia del bautismo ni siquiera nos dimos cuenta porque estábamos muy pequeños. Después, a los cinco años, supimos que el Señor Obispo de Palmira, Monseñor Caicedo y Téllez, era una especie de papa chiquito que de vez en cuando llegaba al pueblo para administrar a los muchachos por una sola vez, el Sacramento de la Confirmación, una puerta que nos iniciaba el camino hacia la santidad, única salida posible “del mundo, el demonio y la carne”, formas tenebrosas de la época, advertidas por los curas de entonces durante los ejercicios espirituales del colegio en los días anteriores a la Semana Santa.


Luego siguió La Primera Comunión, la fiesta más esperada de los siete años cumplidos, llena de regalos y sorpresas, era una manera de tener uso de razón y sentirse pleno y bacán para poder iniciar semejante maratón de la vida que lleva ya un recorrido de setenta años.


Otro día de la infancia me di cuenta que tenía trece años y dos peladas putísimas, Mercedes y María, que no dejaban de mirarme con cierta sonrisa cuando salía del colegio. Yo me ponía colorado de no poder pedirlo pensando en tantas cosas que la timidez oculta y que logré vencerla cuando cayó en mis manos un libro en rústica de un sicólogo de medio pelo llamado Paúl C. Jagot, cuyo título “La Timidez Vencida”, surtió el efecto deseado para aceptar el llamado de María aquella tarde que me acosté con ella aprovechando el visto bueno de Mercedes y la ausencia de sus familiares. Yo sabía que estar inmerso con María en semejante situación era pecado mortal pero fui perdonado en el confesionario del Padre Buenaventura quien me puso una sencilla penitencia de tres padrenuestros y nueve avemarías. “El que peca y reza, empata.”, decían después las malas lenguas.


Del “Catecismo del Padre Astete” aún recuerdo: “las Obras de Misericordia son catorce, las Siete Espirituales y las Siete Corporales. Las Espirituales son estas: 1ª.- Enseñar al que no sabe. 2ª.- Dar buen consejo al que lo necesita. 3ª.- Corregir al que yerra. 4ª.- Perdonar las injurias. 5ª.- Consolar al triste. 6ª.- Sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestro prójimo., y 7ª.- Rogar a Dios por vivos y muertos”.


“Las siete corporales son estas: 1ª.- Visitar los enfermos. 2ª.- Dar de comer al hambriento. 3ª.- Dar de beber al sediento. 4ª.-Vestir al desnudo. 5ª.- Socorrer al cautivo. 6ª.- Dar posada al peregrino y 7ª.- Enterrar los muertos”.


Nunca olvidaremos la cartilla “Alegría de Leer” del bugueño Evangelista Quintana donde aprendimos las primeras letras gracias al empeño de esa noble anciana y maestra formadora de generaciones: La señorita María Isaza. Todavía quedan en el recuerdo los primeros deletreos: piano, peineta, pié, Elena tapa la tina, El enano bebe….


Tampoco pasaremos por alto “Las Cien Lecciones de Historia Sagrada”, ni “La Historia Patria” de Henao y Arrubla, ni la “Citolegia”, ni “La Urbanidad” de José María Carreño.